La maestra de la Siguaraya
Por Graciela Guerrero Garay Foto: De la Autora
Siempre será la maestra de La Siguaraya aunque no ande hoy por esos caminos. Las más de las veces con paso ágil aunque dice que los huesos se le parten en dos, no deja un día de dar clases a sus muchachos y tiene alguna semilla en el corazón de muchas generaciones crecidas en las tierras portopadrenses de la comunidad rural de Maniabón.
Le gusta enseñar y le llueven los besos en las mañanas de rocío y fango de esos trillos que distinguen los campos cubanos. En las tardes de aguacero se encarga de “meterlos” a todos bajo nylon, sombrillas, cartones y hasta pencas de guano si aparecen. Lo importante es que no se mojen ni cojan catarro “porque ese catarro está acabando y si se me enferma un vejigo me muero”, dice y le pasa la mano por la cabeza a uno de ellos.
Así es esta Licenciada en Educación Primaria hace más de 30 años. Recuerdo cuando la conocí en el Instituto Superior Pedagógico Pepito Tey, de esta ciudad, en la década del 80 del pasado siglo. Quincenalmente, ella y sus compañeras de todos esos asentamientos rurales, Vázquez y Puerto Padre venían a realizar la superación aquí hasta que se abrió la sede en el municipio Puerto Padre, la conocida Villa de los Molinos de la provincia Las Tunas.
Todo un titánico madrugar para “el embarque” de los fines de semana y dejar listo por allá, como mejor podían, encargados los hijos y los quehaceres domésticos. No por gusto hicieron aquel guateque tan “sonao” al graduarse y atesoran el título como “la niña de sus ojos”. Campesinas de cepa, educadoras por excelencia.
A punto del almanaque anotar al 17 de noviembre como el Día del Estudiante, sus críos nuevos, en la secundaria de Maniabón, donde trabaja actualmente, ya preparan flores para su maestra y algún dulce casero de esos que abundan en las cazuelas de los fogones de leña o petróleo por los recodos del monte, si bien con signos de civilización y mejoría a lo largo de estos años pero nada comparables con los ruidos de la ciudad, sus luces y estilos propios.
En La Siguaraya ya no está Inés, pero la escuelita nunca borró su perfume ni nadie la tiró al olvido. O vienen a verla o ella va, como si quedara la costumbre de abrir todos los días la ventana y la puerta y poner sobre el asta la bandera. Nada será diferente ahora. En el buró de esta enamorada educadora tunera las flores silvestres expandirán ese olor único a esencia fresca y entre abrazos y cantos la ronda de la humildad y el honor de los maestros rurales compartirá la fecha.
No es para menos, sin estudiantes no hay maestros y aquí ni los gnomos más sabios o bandidos podrán tender una trampa.
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