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Un mal que crece: estafadores

Un mal que crece: estafadores

 

A la derecha, se nota el sobre pegado y adulterado, al compararlo con el original en la izquierda.

 

Por Graciela Guerrero Garay

Cuando la lectora Maricel Rodríguez me mostró el sobre de café que había comprado a un vendedor ambulante como “original” y era realmente “uno usado y pegado”,  lleno de borra seca por demás, corroboré que el asunto no es un mal territorial, sino que está extendido por todo el país. Otro lector en el periódico Granma ponía al desnudo el asunto de los estafadores.

Resulta que estamos a merced de esas personas que sin escrúpulos se burlan y llenan sus bolsillos con la necesidad de los demás, al tiempo que aprovechan como mercaderes de grandes ligas el déficit y demora en la distribución de alimentos o la ausencia permanente de productos de alta demanda.

Al final hay una razón elemental, es imperioso acelerar la producción y abastecer el comercio estatal con el respeto y la prioridad que exige el pueblo,  generador de cuanto tenemos y hacemos. Si el mercado negro está lleno de cosas que la gente necesita, y a un valor menor que en la red oficial, vamos ahí para seguir la vida y resolver las carencias. Ya es tiempo que se arranque de raíz la causa de la corrupción. No basta la denuncia y la sanción. Es matar el germen.   

El tema de los precios engorda la estafa. Vale pensar que los obreros y  jubilados no suplen con los salarios sus necesidades. Es una verdad tan drástica como los estafadores. Ciudadanos que no trabajan y emergen como una nueva capa de explotadores que desacreditan la moral y la consciencia pública, y prevalecen porque nos dormimos en el control y la exigencia. Es como el reloj, marca y marca. Nos desgastamos enunciando el problema y no lo solucionamos.

Ojo con los matices que pueden esconder una quinta columna. Más cuando levantar el decoro y consolidar los cambios piden pasos firmes, ágiles y permanentes.  La leche en polvo, que el paquete cuesta 30 pesos en la calle, está igualmente adulterada pero el sobre parece original  y esa es la trampa.  El modo de operar está en reempacar el producto mezclado con harina de trigo, maicena o solo ellos saben, luego pegarlo con una plancha y lanzarlo a las manos de las familias que no pueden adquirir el producto por sus altos precios.

Las denuncias de los lectores no son primicias noticiosas. Esta semana había un malestar general por la venta de calzado femenino, rebajado a 25 pesos en las tiendas de productos industriales. Varias trabajadoras que compraron en el Mercado Leningrado no pudieron estrenarlo ni cuatro horas. Quedaron descalzas en la vía pública, pues al caminar unos metros se despegaron por arte de magia. Al volver a la tienda, encontraron un cartel con la sentencia: No hay devolución.

Cuestionamientos, críticas, supuestos y divagaciones vienen junto con la irritación. Hechos evitables si la entidad comercial – o los garantes de la mercancía – explican la verdad: los zapatos necesitan primero una reparación, por eso se venden a ese precio. Entonces, el cliente elige y decide su inversión. Y  esto pasa, me dice la experiencia, porque llenamos los almacenes y, cuando los precios frenan las preferencias y espantan al comprador, no se rebajan a tiempo los productos ni se tienen en cuenta los estados de venta. Cuando los inventarios no aguantan más, se procede en la mayoría de los casos.

Del gato al gato no hay mucha diferencia. Al final, el pueblo paga todo lo que está mal hecho o a la espera de un volcán que arroje soluciones definitivas. Los mecanismos de acción existen. Urge activarlos. Matar sin escopeta a las tiñosas de malagüero es ahora la victoria. Se puede, con poner la mirilla sobran balas.

 

 

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