El alcohol: la meca de la desgracia
La fábrica de vinos de Bartle, a unos 25 kilómetros de la ciudad de Las Tunas, con su dulce “Maniabo” clasifica entre las producciones locales y nacionales de alta calidad.
Por Graciela Guerrero Garay Foto: Jorge Pérez Cruz
Desde que nací escucho que el alcohol es malo y que los borrachos son insoportables. Pero, desde entonces, crecí y vivo en una sociedad donde el alcohol, en vez de reducirse, gana más fuerza y “capta” lo que sí no vi casi nunca en toda mi generación: a adolescentes y mujeres.
Es un fenómeno que en Cuba se combate a los cuatro vientos, sobre todo con el rechazo confeso a los bebedores habituales, con atención médica especializada, campañas propagandísticas coherentes y programas muy estables y profesionales en todas las instituciones de salud, gratuitos por demás.
Sin embargo, los cubanos buscan el alcohol, no como escape a situaciones sociales, más bien por cierto estereotipo asociado a cuestiones de idiosincrasia, heredado para muchos desde los palenques africanos.
Otros vinculan esta adicción a la ruptura de las divisiones clasistas y de las llamadas Sociedades después del triunfo revolucionario, a lo barato, diverso y de buena factura que han sido siempre los rones cubanos, incluida la cerveza y los vinos, y a la solvencia económica que existió hasta la década de los 90.
Causas, motivos, razones y pretextos pueden variar según patrones familiares, estilos de vida, preferencias modales y arraigos costumbristas pero, por encima de todo, destaca que gradualmente se ha trasgredido el límite del consumo social del alcohol y, sin generalizar ni caer en situaciones caóticas, gusta a la mayoría y poco a poco deviene conflicto social que trae consigo la mayoría de las indisciplinas públicas, la violencia, la accidentabilidad, los divorcios, los suicidios y los asesinatos que suceden en mayor o menor grado en el país.
No quiero ser conservadora. Hay asuntos donde la palidez hace más daño que la crudeza. El alcoholismo, por ser un fantasma mortal en todos los sentidos, tiene ya que asumirse con otros estilos y armas de combate. El que dude, lo invito a trasnochar en cualquiera de las esquinas, donde cada fin de semana hay fiestas populares. No hay cartelitos que valgan, ni spot televisivos, ni prohibiciones de venta a menores.
Lo único cierto es que te encuentras con niños de 12, 13, 14, 15 y 16 años con una botella, dando traspiés y gritando lo que la alucinada mente fabrique en ese instante. Y jovencitas, empinadas de un “pepino” plástico, riéndose de estar en “nota” o gozando su embriaguez como le venga en gana. Todo un desagradable espectáculo que, a mí, me duele muchísimo porque siento muy estéril el tiempo y los recursos invertidos justamente para que no suceda esto.
Nadie quiere una ley seca e, incluso, muchos consideran que sería peor, por aquello de que lo prohibido es lo que se busca y la gente encontraría alguna manera de violarla y seguir dándose el gusto. Es difícil hallar una solución perfecta, más cuando ingerir bebidas alcohólicas, en términos prácticos, es vicio, costumbre, apego, tradición y hasta imagen pública.
Paradójico pero real. Tampoco se concibe una fiesta sin ese acompañante. Una botella de ron o una caja de cerveza no es nada. Tiene que haber muchas, muchas, muchas… para que la descarga esté buena. En una palabra, si no se sale creyendo que una mosca es un elefante “no sirve pa′ na”. No podemos evadir esta realidad con todo el peso de sus fatales consecuencias, y tenemos que admitir que urge un remedio radical que descodifique los códigos adversos, malignos, que a fuerza de comunes ya resultan normales y agradables.
Seguir hablando de recreación sana, con tales ratoncitos en la mente no cuajará por largos años. El consumo social de alcohol es permisible y hasta culto, me decía un colega. Y me invitaba a observar las películas y los seriales juveniles que nos llegan con patrocinio capitalista. Incluso, ejemplificaba, con el tratamiento que se da al personaje alcohólico de la novela brasileña en pantalla “Páginas de la Vida”. Una botella de vino para compartir las comidas, una cerveza para amenizar un encuentro. Un rechazo total a Vira, el padre de Marina.
Los cubanos, y quizás los orientales con mayor prevalencia, necesitamos 3, 4 y todas las cervezas que nos puedan vender en un restaurant. Si hay que sobornar al camarero, no importa. Lo importante es beber. Y aunque el término “cultura” a veces se lo pegamos a cualquier cosa, pienso que hay que crear una consciente cultura del alcohol, desde adentro. No con cartelitos, propaganda y pañitos tibios. Sino con estrategias integradas.
En el área recreativa de la UJC, en el Parque 26 de Julio, de esta ciudad de Las Tunas, destinada al sano esparcimiento de los jóvenes, este verano no se vendió ni una gotica de alcohol en los dos meses de vacaciones y en los que, noche a noche, fue a bailar allí prácticamente toda la novel generación capitalina. Pero en los entornos, estaba el licor por la libre. ¿¡!?
Está prohibido el expendio a menores, sin embargo la compra el padre, el hermano, el tío, el amigo y hasta X que ande cerca y se le pida el favor. El germen sigue vivo y así no muere. El alcoholismo es la meca de la desgracia y los niveles de venta y consumo son tan altos que ya no se resuelven con palabritas de tierna persuasión. Hay que apretar la tuerca y con llave a la medida. Ahora. Y que nadie crea que es con el otro. Es con usted, con nosotros, los cubanos.
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