Por las abuelas de la Plaza de Mayo
Por Graciela Guerrero Garay
Mi nieta Sheila juega tranquila a “que ella es una perrita”. Y entonces la descubres, a unos días de cumplir sus tres añitos, gateando por el piso y ladrando a su manera.
De pronto, se pone de pie y hace un giro picaresco. Corre a su cuna. Regresa con una sabanita blanca en la cabeza. Es “su pelo largo”. Empieza a bailar como “Shakira”. Me llama con la autoridad que le da el saberse querida. “Ven, abuela, yuega conmigo”. Lo repite hasta convencerme. Los trajines cotidianos de un domingo cualquiera seguirán esperando. “Shakira” está en el escenario.
Mientras la miro retozar feliz en la pequeña sala de mi apartamento, bendigo la suerte de poder ser abuela y disfrutar cada minuto de su vida, desde que la recibí en el salón de parto del Hospital General Docente Ernesto Guevara, de Las Tunas.
Es una historia hermosa. Nació de un amor de adolescencia. El primer amor. Mi hijo, Lloansy, tenía 17 años y estudiaba el tercer año de Técnico Medio en Contabilidad. MI nuera, Tahimi, recién cumplía los 13 y estaba en el segundo curso de la Secundaria Básica. El embarazo se descubrió ya con nueve semanas. Interrumpirlo era un riesgo máximo.
Tahimi estaba diagnosticada con una hemopatía. Gestar no era menos complicado, pero ambos se aferraban a tener su bebé. Luché con ellos contra todos los pronósticos. Su familia eran los primeros adversarios. Las advertencias médicas fueron objetivas, científicas y argumentadas con todo el peso de la realidad posible.
Días de intensa angustia, dudas. A veces, muchas, me sacudía el miedo y las potenciales consecuencias me llevaron a empatar soles y lunas sin cerrar los ojos. Apenas comenzaba el octavo grado. Su mamá no estaba viva para ayudarme a pensar y decidir. Tampoco había solvencia económica para enfrentar gastos extras y la lista de problemas parecía más grande que todo el mapamundi.
Nadie estaba conmigo, solo ellos dos y aquel llanto perpetuo por tener su bebé.
Los pro eran tan fuertes como los contra. La firmeza de Tahimi acabó por convencer a su papá y al abuelo materno que la crió desde pequeña. Mi esposo también se soltó el nudo de la garganta. Sheila Tania sería el nombre si era hembra. Lloansy Jesús, si era varón.
Ninguno de los dos perdió un día de clases. La joven mamá, chequeada casi a diario por los ginecólogos, la Médico de la Familia, los responsables del Programa Materno Infantil en el policlínico Gustavo Aldereguía, el municipio y la provincia, con el apoyo moral y afectivo de todo el colectivo de la secundaria Máximo Gómez, hizo su embarazo sentada en un pupitre.
Por esas maravillas que hacen el amor y la fuerza de voluntad, ungida de cariño profundo, jamás tuvo un contratiempo. Los malestares de la preñez ni se enteraron que llevaba dentro una semillita de vida. Acabó su curso escolar con las mejores notas de su trayectoria. MI hijo se graduó con Título de Oro en el Politécnico Industrial Conrado Benítez.
Sheilita, en tanto, dejaba constancia de su sexo en el primer ultrasonido y garantizaba ya tener una salud perfecta. Las tensiones médicas cedían, pero el seguimiento clínico era cada vez más riguroso. Con un barrigón de cinco meses comenzó el noveno grado, el último año de la enseñanza media y el decisivo para el futuro profesional. Terminó con un promedio de 96,4 y hoy está a punto de graduarse como Técnico Medio en Operadora de Microprocesadores, en el mismo IPI que estudió Lloansy.
El colectivo docente era más cooperativo aún. Cada día se le entregaba la merienda escolar reforzada. Mi esposo, mi hijo y yo nos turnábamos para llevarle diariamente el almuerzo a la escuela. Justo un mes antes de venir la niña al mundo asistió a la escuela. A las 37 semanas el team médico decidió ingresarla porque había que ponerle plaquetas y las primerizas lo mismo se atrasan que se adelantan.
Un mes exacto también permaneció hospitalizada antes de parir. Y todas las mañanas, todas, en el Laboratorio Central del Hospital Guevara se le preparaba su compuesto plaquetario. En el Banco de Sangre era tarea priorizada. Había una gestante hemeopática y no importaba cuánto se gastaba. Fueron cientos de dólares. Tenía que ser fresco y estar listo, de presentarse el parto. Durante 29 días seguidos se preparó y se perdió. Tahimi no parió hasta el amanecer del 8 de diciembre. A las siete de la mañana se llevó al salón de parto. Quince minutos después le estaban transfundiendo sus plaquetas.
Para mi resultó un siglo. El reloj no se bañó en mi mar de nervios y marcaba con exactitud las 8 y 10 de la mañana, cuando me mostraron a mi nieta envuelta aún en los paños verdes y toda mojadita de su primer baño. Ya pariste mujer, relájate, que a tu hija la están cociendo y está bien, me dijo la enfermera con esa sonrisa de ternura que alumbra en Cuba cada alumbramiento humano.
Mi Sheila Tania se movía inquieta dentro de la incubadora donde le dan calor mientras a mamá le terminan el proceso del parto. Lloré como una tonta y no me faltaron ganas de abrir aquella “cajita” plástica o de cristal – nunca lo supe bien – desde donde me miraba sin ver aquella muchachita. Las tres llevábamos un mes sin ir a casa. Ahora, en apenas 72 horas, volveríamos con el corazón lleno de tantos agradecimientos puros que solo Dios sabe de esa lista inmensa de médicos, enfermeras, amigos, pacientes y hasta desconocidos que nos dieron aliento en los momentos más duros.
Mi hijo fue el mejor de los papás y el más tierno de los esposos. Todavía conservo con toda intensidad esa impronta de felicidad y asombro de su carita, pegada al cristal de la sala de recuperación. ¿Es hembra, dónde está? Y Tahimi mirándolo llorosa y sonriente, adolorida, llena de ese amor adolescente que les une hoy con la misma fuerza que cuatro años atrás, mientras yo, con un hipo de ventura en el estómago, levantaba aquella muñequita envuelta aún en los paños verdes del salón de parto del hospital.
Seguimos en equipo. Mi esposo, él, Tahimi y yo habíamos decidido apostarlo todo por Sheilita y ahora estaba allí, con sus ojazos negros, sembrándonos sus mimos a corazón abierto. Un bebé es un bebé y nos regaló de todo: caca, pipi, risas, sustos, desvelos, llantos, bateas de pañales, teteras, biberones, paciencia, desespero, estrés, besos, cuentos, peluches, juguetes, historias de hadas, nanas y hasta todo un zoológico en que más de las veces los animalitos andaban en cuatro patas por toda la casa.
Es extraordinariamente especial ser abuela y poder asumirlo con todas las garantías, las absolutamente necesarias. Con el único sobresalto implícito en el cariño infinito que engendra la familia y el primer hijo de tu hijo. Disfrutar, minuto a minuto, del nuevo gesto, los avances, las palabras, los pasitos, los abrazos, los besos, la pueril curiosidad, el asombro, las fantasías…
Es un derecho tan humano y legítimo que parece imposible que alguna madre de este mundo no pueda vivirlo y tenga que andar, con lágrimas de sangre, escarbando en la misericordia de los otros la esperanza del hallazgo para reconstruir el rostro perdido, ahogado en el silencio de la muerte, la desesperación, el aparente olvido, como le sucede a las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina.
Me erizo. Me sublevo. Maldigo y condeno a los que escupieron lodo sobre la virginidad de estas mujeres. Besos sus manos y venero esas uñas que tanto han rasgado el siniestro camino de la pena. Saber que en agosto de este año habían recuperado a 93 nietos es el puntal para exigir más y más justicia.
Con todo y así, es desgarradoramente desgarrante el crimen cometido. Cualquier tiempo de Argentina jamás podrá borrar lo que significa en el alma de una abuela preguntarse cada amanecer “¿Vos sabés quién sos?” Y desnudar con las pupilas nubladas a los miles y miles de jóvenes que le pasan por su lado. O seguirle, como un vagabundo sentenciado, una cuadra, dos, tres…en la mañana, en la tarde, en la noche…hasta siempre.
El “jau…jau…jau” de mi Sheilita me hace, una vez más, suspirar hondo y dar gracias a Dios con la misma fe, pasión y convicción de ser cubana. Vamos cada año a las Plazas pero es tan notable, tan inmensamente enorme, la razón y la irreversible diferencia…
3 comentarios
ALICIA CHACÓN -
Roberto Paz -
Mi saludo y mi respeto, felicitaciones.
Roberto Paz
Isa -
Un saludo para usted y su familia.